martes, 16 de diciembre de 2008

La universal capacidad de asombro

Hace unos años entré a una exposición de un artista abstracto mexicano. No conocía su trayectoria, ni el contexto de su obra. Casi ni podía pronunciar su apellido correctamente. Lo que recuerdo es que ante su primer cuadro me quedé estático, mudo. Cinco minutos después sólo pude decir: “Wow”. Hubiera dado cualquier cosa por repetir esa experiencia mil veces. Pero ya que no tenía el dinero para comprar aquellos cuadros, me tuve que conformar con llevarme a casa un pequeño catálogo con las fotos de sus obras.

Cada vez que veo ese catálogo no puedo evitar pensar en la capacidad que tienen algunos artistas por asombrarnos. Puede que a muchos no les guste el arte abstracto, sin embargo, hasta el más escéptico tendría que admitir la enorme cantidad de talento, disciplina y esmero que aquel mexicano ponía en aquellos cuadros. Quizá no le agradarían a todos, pero el impacto de su laboriosidad era una muestra indiscutible de un gran domino técnico.

Y así sucede con todas las artes. Puede que no nos guste la ópera o el teatro. Pero cuando hay talento, no importa quiénes somos o de dónde venimos, la buena obra infunde respeto.

Cuando vemos danzar una gran bailarina de ballet, reconocemos su talento, aunque el ballet nos apeste. Se gana nuestro aplauso.

Hasta la doña más anticuada —con sus discos de Raphael— puede reconocer el talento de las manos de un guitarrista de heavy metal. Aunque “no le guste”, puede reconocer la técnica y quedar asombrada con el virtuosismo.

El talento verdadero es algo que cualquier persona puede reconocer, aunque se sea un “ignorante”. Y este artículo es un intento por reivindicar el papel que jugamos los “ignorantes”. Sí, yo me considero uno de ellos.

Y pongo “ignorante” entrecomillas pues actualmente ese es el adjetivo con el cual las elites sabias del arte contemporáneo etiquetan a todo aquel que no puede apreciar el grandioso arte conceptual, las instalaciones y los performances con sangre de gallina. Es decir, según ellos, se trata de un asunto de educación, de falta de información.

Están equivocados.

La apreciación del arte no depende de la educación o la información que se posee sobre un objeto. Si fuese así no podríamos apreciar el antiguo arte egipcio o las pinturas budistas en los templos tibetanos. Cuando vemos un arte que no pertenece a nuestra cultura, que no tenemos idea de su contexto, que no sabemos su significado, siempre queda algo más allá: su capacidad de conmovernos y asombrarnos a través de sus cualidades estéticas.

Contrario a lo que las elites del arte contemporáneo predican en los museos, galerías y aburridos catálogos, la sensibilidad estética es un don universal, que trasciende los contextos, los conceptos, la información y la educación. La verdadera obra de arte tiene la capacidad de despertar en la persona más “ignorante” o inculta, del país que sea, de la edad que sea, el sentimiento de asombro. Un asombro que tiene como resultado un profundo respeto; un “me quito el sombrero...”

Por eso no hay mayor evidencia de que el anti-arte conceptualoide es una farsa, pues en primer lugar, lejos de inspirar respeto y asombro, infunde sospechas, risas y desprestigio hacia toda la comunidad artística. Si nos presentan mierda como arte; el público está obligado a pensar que el arte es una mierda. En segundo lugar, sabemos que el anti-arte conceptualoide es una farsa pues los únicos capaces de apreciarlo parecen ser los mismos auspiciadores de Culturburgo, los snobs, coleccionistas, banqueros, curadores, curanderos y shamanes de las “bienales” y “dokumentas”. (Además de alguno que otro estudiante de Bellas Artes traumatizado por su falta de talento plástico.) Ellos son los bien “educados”, y sólo a ellos les corresponde el privilegio de comprender lo que al mundo entero parece inalcanzable. Sólo para ellos se construyen enormes museos de “Arte contemporáneo”. Algo que seguro les llena de orgullo.

En sus exposiciones, de paredes blancas como quirófanos, o rayos ultra-colores de puti-club, con cachivaches, tampones usados colgados del techo, o perros muriendo de hambre y sed; escucharemos con frecuencia —entre quesos y buen vino— los “ehhh...me parece muy interesante...”, “ehhh...me parece muy propositivo...”, mas nunca oiremos en sus salas ascépticas la expresión espontánea de la sensiblidad del ignorante quien ante el asombro causado por el talento del verdadero artista, aclara su garganta y emite con soberana honestidad:

“...wow...”

lunes, 15 de diciembre de 2008

El cáncer conceptualista en el arte contemporáneo

Durante los últimos sesenta años el sistema oficial del arte nos ha vendido la idea de que cualquier persona puede ser artista, y que cualquier objeto puede ser arte, siempre y cuando los sacerdotes del sistema oficial los bendigan con el nombre de “cultura”. Nos han dicho que para hacer una obra de arte a veces no hace falta dominar ningún lenguaje plástico, pues lo que importa es el concepto. (No importa si el “concepto” es una verdadera mierda de concepto. La cosa es que haya un “concepto”.)

En su libro “Cultura”, Dietrich Schwanitz dice que la cultura es todo aquello que debemos ver como cultura. ¿Quién lo determina? El sistema. El autor tiene razón hasta cierto punto. Las instituciones culturales consagran artistas, promocionan ciertas manifiestaciones, descartan otras. Tienen el poder de elevar, destruir, o simplemente ignorar. En otras palabras, el sistema nos indica lo que es culturalmente “relevante”.

Creemos que la idea que Schwanitz explica en su libro es un mero resultado del conformismo más febril de la sociedad de consumo en que vivimos. El que consume no debe cuestionar la calidad de lo que compra, sencillamente consumirlo. No debe dudar, sino aceptar. No debe protestar, sino someterse.

Pues bien, ya viene siendo hora que los defensores del arte, el talento, la disciplina y la belleza, tanto de la plástica, como del teatro, música, danza, arquitectura y otras manifestaciones artísticas, nos organicemos y plantemos cara a una de las lacras que el sistema del arte contemporáneo lleva atosigándonos en cuanto museo público hay. Me refiero al arte conceptual y a la mayoría de sus gemaciones: instalaciones, video-art, performances y mierdas enlatadas.

Algunos artistas verdaderos abogan por la tolerancia, por el “vive y deja vivir”, sin darse cuenta que las actitudes tibias han sido precisamente las que han permitido que el cáncer conceptualista robe a las verdaderas artes los espacios que merecen, y que los gobiernos estén otorgando becas y subvenciones a artistas espurios con dinero del pueblo, con fines que nada aportan a la sociedad, sino al refuerzo del status quo y a las elites adineradas que el sistema representa.

El arte conceptual es aire, nada; sin embargo quienes lo promueven llenan sus bolsillos con dinero público, pues ningún ciudadano común en su sano juicio gastaría siquiera un dólar por las aberraciones “no-objetuales” del conceptualismo conceptualoide. El arte conceptual, es una planta de invernadero, diseñada e implantada por críticos, curadores, y literatoides sin talento, deshonestos, con el fin de superar sus complejos de inferioridad (a causa de su falta de talento artístico), en cachivaches museísticos y vacas en formol, y osar a decirnos que ELLOS son quienes tienen el derecho y la facultad de definir qué es el arte y qué es la calidad artística.

El conceptualismo, el performance y los cachivaches de feria, jamás han sido una manifestación espontánea o cultural. Es un entramado de la conspiración de los mediocres y ensalzadores del absurdo del siglo XX. Sin el parasitismo y vampirismo de las arcas públicas, el conceptualismo no hubiera pasado jamás de ser una breve moda de excéntricos de los años 60s.

El conceptualismo, como oveja vestida de lobo, enmascaró sus pretensiones totalitarias de buenas intenciones, camuflajó su esencia corrompida juntándose con el verdadero arte, e infiltrándose en los grandes museos. Y como resultado, hoy es difícil encontrar en una “Bienal” internacional la presencia de algún pintor de mínimo talento.

Quienes sabemos lo que cuesta desarrollar un lenguaje plástico, quienes sudamos por dominar el medio y el oficio, no debemos mirar hacia un lado. Debemos protestar, limpiar la mierda que nos venden como arte, desenmascarar a los marchantes, denunciar el fraude, hacernos escuchar.

El arte conceptual es un cáncer de mediocridad infiltrado en las células de nuestra sociedad.

Quien esté tranquilo con su conciencia no tiene nada que temer. Quien esté hasta los huevos u ovarios, entonces que alce su voz con nosotros. Abre un blog, llama a los museos de arte contemporáneo y diles lo malas que son sus “obras”, que jamás volverás a ellos mientras insistan en presentarnos sus mierdas como arte. Pídeles que den espacio a los artistas de talento que saben dibujar, pintar, esculpir, diseñar, grabar. Comunícate con los políticos que te representan y déjales saber que estás harto del fraude que cocinan los “contemporanitos” con dinero público, y exígeles que detengan ese despilfarro en anti-arte de elites. En fin, HAZ ALGO. Que nadie pueda decir que te cruzaste de brazos.

Exprésate. ¡El conceptualismo es un fraude!

Llegó la hora de la quimioterapia.