
Cada vez que veo ese catálogo no puedo evitar pensar en la capacidad que tienen algunos artistas por asombrarnos. Puede que a muchos no les guste el arte abstracto, sin embargo, hasta el más escéptico tendría que admitir la enorme cantidad de talento, disciplina y esmero que aquel mexicano ponía en aquellos cuadros. Quizá no le agradarían a todos, pero el impacto de su laboriosidad era una muestra indiscutible de un gran domino técnico.
Y así sucede con todas las artes. Puede que no nos guste la ópera o el teatro. Pero cuando hay talento, no importa quiénes somos o de dónde venimos, la buena obra infunde respeto.
Cuando vemos danzar una gran bailarina de ballet, reconocemos su talento, aunque el ballet nos apeste. Se gana nuestro aplauso.
Hasta la doña más anticuada —con sus discos de Raphael— puede reconocer el talento de las manos de un guitarrista de heavy metal. Aunque “no le guste”, puede reconocer la técnica y quedar asombrada con el virtuosismo.
El talento verdadero es algo que cualquier persona puede reconocer, aunque se sea un “ignorante”. Y este artículo es un intento por reivindicar el papel que jugamos los “ignorantes”. Sí, yo me considero uno de ellos.
Y pongo “ignorante” entrecomillas pues actualmente ese es el adjetivo con el cual las elites sabias del arte contemporáneo etiquetan a todo aquel que no puede apreciar el grandioso arte conceptual, las instalaciones y los performances con sangre de gallina. Es decir, según ellos, se trata de un asunto de educación, de falta de información.
Están equivocados.
La apreciación del arte no depende de la educación o la información que se posee sobre un objeto. Si fuese así no podríamos apreciar el antiguo arte egipcio o las pinturas budistas en los templos tibetanos. Cuando vemos un arte que no pertenece a nuestra cultura, que no tenemos idea de su contexto, que no sabemos su significado, siempre queda algo más allá: su capacidad de conmovernos y asombrarnos a través de sus cualidades estéticas.
Contrario a lo que las elites del arte contemporáneo predican en los museos, galerías y aburridos catálogos, la sensibilidad estética es un don universal, que trasciende los contextos, los conceptos, la información y la educación. La verdadera obra de arte tiene la capacidad de despertar en la persona más “ignorante” o inculta, del país que sea, de la edad que sea, el sentimiento de asombro. Un asombro que tiene como resultado un profundo respeto; un “me quito el sombrero...”
Por eso no hay mayor evidencia de que el anti-arte conceptualoide es una farsa, pues en primer lugar, lejos de inspirar respeto y asombro, infunde sospechas, risas y desprestigio hacia toda la comunidad artística. Si nos presentan mierda como arte; el público está obligado a pensar que el arte es una mierda. En segundo lugar, sabemos que el anti-arte conceptualoide es una farsa pues los únicos capaces de apreciarlo parecen ser los mismos auspiciadores de Culturburgo, los snobs, coleccionistas, banqueros, curadores, curanderos y shamanes de las “bienales” y “dokumentas”. (Además de alguno que otro estudiante de Bellas Artes traumatizado por su falta de talento plástico.) Ellos son los bien “educados”, y sólo a ellos les corresponde el privilegio de comprender lo que al mundo entero parece inalcanzable. Sólo para ellos se construyen enormes museos de “Arte contemporáneo”. Algo que seguro les llena de orgullo.
En sus exposiciones, de paredes blancas como quirófanos, o rayos ultra-colores de puti-club, con cachivaches, tampones usados colgados del techo, o perros muriendo de hambre y sed; escucharemos con frecuencia —entre quesos y buen vino— los “ehhh...me parece muy interesante...”, “ehhh...me parece muy propositivo...”, mas nunca oiremos en sus salas ascépticas la expresión espontánea de la sensiblidad del ignorante quien ante el asombro causado por el talento del verdadero artista, aclara su garganta y emite con soberana honestidad:
“...wow...”