Hace unos años entré a una exposición de un artista abstracto mexicano. No conocía su trayectoria, ni el contexto de su obra. Casi ni podía pronunciar su apellido correctamente. Lo que recuerdo es que ante su primer cuadro me quedé estático, mudo. Cinco minutos después sólo pude decir: “Wow”. Hubiera dado cualquier cosa por repetir esa experiencia mil veces. Pero ya que no tenía el dinero para comprar aquellos cuadros, me tuve que conformar con llevarme a casa un pequeño catálogo con las fotos de sus obras.
Cada vez que veo ese catálogo no puedo evitar pensar en la capacidad que tienen algunos artistas por asombrarnos. Puede que a muchos no les guste el arte abstracto, sin embargo, hasta el más escéptico tendría que admitir la enorme cantidad de talento, disciplina y esmero que aquel mexicano ponía en aquellos cuadros. Quizá no le agradarían a todos, pero el impacto de su laboriosidad era una muestra indiscutible de un gran domino técnico.
Y así sucede con todas las artes. Puede que no nos guste la ópera o el teatro. Pero cuando hay talento, no importa quiénes somos o de dónde venimos, la buena obra infunde respeto.
Cuando vemos danzar una gran bailarina de ballet, reconocemos su talento, aunque el ballet nos apeste. Se gana nuestro aplauso.
Hasta la doña más anticuada —con sus discos de Raphael— puede reconocer el talento de las manos de un guitarrista de heavy metal. Aunque “no le guste”, puede reconocer la técnica y quedar asombrada con el virtuosismo.
El talento verdadero es algo que cualquier persona puede reconocer, aunque se sea un “ignorante”. Y este artículo es un intento por reivindicar el papel que jugamos los “ignorantes”. Sí, yo me considero uno de ellos.
Y pongo “ignorante” entrecomillas pues actualmente ese es el adjetivo con el cual las elites sabias del arte contemporáneo etiquetan a todo aquel que no puede apreciar el grandioso arte conceptual, las instalaciones y los performances con sangre de gallina. Es decir, según ellos, se trata de un asunto de educación, de falta de información.
Están equivocados.
La apreciación del arte no depende de la educación o la información que se posee sobre un objeto. Si fuese así no podríamos apreciar el antiguo arte egipcio o las pinturas budistas en los templos tibetanos. Cuando vemos un arte que no pertenece a nuestra cultura, que no tenemos idea de su contexto, que no sabemos su significado, siempre queda algo más allá: su capacidad de conmovernos y asombrarnos a través de sus cualidades estéticas.
Contrario a lo que las elites del arte contemporáneo predican en los museos, galerías y aburridos catálogos, la sensibilidad estética es un don universal, que trasciende los contextos, los conceptos, la información y la educación. La verdadera obra de arte tiene la capacidad de despertar en la persona más “ignorante” o inculta, del país que sea, de la edad que sea, el sentimiento de asombro. Un asombro que tiene como resultado un profundo respeto; un “me quito el sombrero...”
Por eso no hay mayor evidencia de que el anti-arte conceptualoide es una farsa, pues en primer lugar, lejos de inspirar respeto y asombro, infunde sospechas, risas y desprestigio hacia toda la comunidad artística. Si nos presentan mierda como arte; el público está obligado a pensar que el arte es una mierda. En segundo lugar, sabemos que el anti-arte conceptualoide es una farsa pues los únicos capaces de apreciarlo parecen ser los mismos auspiciadores de Culturburgo, los snobs, coleccionistas, banqueros, curadores, curanderos y shamanes de las “bienales” y “dokumentas”. (Además de alguno que otro estudiante de Bellas Artes traumatizado por su falta de talento plástico.) Ellos son los bien “educados”, y sólo a ellos les corresponde el privilegio de comprender lo que al mundo entero parece inalcanzable. Sólo para ellos se construyen enormes museos de “Arte contemporáneo”. Algo que seguro les llena de orgullo.
En sus exposiciones, de paredes blancas como quirófanos, o rayos ultra-colores de puti-club, con cachivaches, tampones usados colgados del techo, o perros muriendo de hambre y sed; escucharemos con frecuencia —entre quesos y buen vino— los “ehhh...me parece muy interesante...”, “ehhh...me parece muy propositivo...”, mas nunca oiremos en sus salas ascépticas la expresión espontánea de la sensiblidad del ignorante quien ante el asombro causado por el talento del verdadero artista, aclara su garganta y emite con soberana honestidad:
“...wow...”
martes, 16 de diciembre de 2008
lunes, 15 de diciembre de 2008
El cáncer conceptualista en el arte contemporáneo
Durante los últimos sesenta años el sistema oficial del arte nos ha vendido la idea de que cualquier persona puede ser artista, y que cualquier objeto puede ser arte, siempre y cuando los sacerdotes del sistema oficial los bendigan con el nombre de “cultura”. Nos han dicho que para hacer una obra de arte a veces no hace falta dominar ningún lenguaje plástico, pues lo que importa es el concepto. (No importa si el “concepto” es una verdadera mierda de concepto. La cosa es que haya un “concepto”.)
En su libro “Cultura”, Dietrich Schwanitz dice que la cultura es todo aquello que debemos ver como cultura. ¿Quién lo determina? El sistema. El autor tiene razón hasta cierto punto. Las instituciones culturales consagran artistas, promocionan ciertas manifiestaciones, descartan otras. Tienen el poder de elevar, destruir, o simplemente ignorar. En otras palabras, el sistema nos indica lo que es culturalmente “relevante”.
Creemos que la idea que Schwanitz explica en su libro es un mero resultado del conformismo más febril de la sociedad de consumo en que vivimos. El que consume no debe cuestionar la calidad de lo que compra, sencillamente consumirlo. No debe dudar, sino aceptar. No debe protestar, sino someterse.
Pues bien, ya viene siendo hora que los defensores del arte, el talento, la disciplina y la belleza, tanto de la plástica, como del teatro, música, danza, arquitectura y otras manifestaciones artísticas, nos organicemos y plantemos cara a una de las lacras que el sistema del arte contemporáneo lleva atosigándonos en cuanto museo público hay. Me refiero al arte conceptual y a la mayoría de sus gemaciones: instalaciones, video-art, performances y mierdas enlatadas.
Algunos artistas verdaderos abogan por la tolerancia, por el “vive y deja vivir”, sin darse cuenta que las actitudes tibias han sido precisamente las que han permitido que el cáncer conceptualista robe a las verdaderas artes los espacios que merecen, y que los gobiernos estén otorgando becas y subvenciones a artistas espurios con dinero del pueblo, con fines que nada aportan a la sociedad, sino al refuerzo del status quo y a las elites adineradas que el sistema representa.
El arte conceptual es aire, nada; sin embargo quienes lo promueven llenan sus bolsillos con dinero público, pues ningún ciudadano común en su sano juicio gastaría siquiera un dólar por las aberraciones “no-objetuales” del conceptualismo conceptualoide. El arte conceptual, es una planta de invernadero, diseñada e implantada por críticos, curadores, y literatoides sin talento, deshonestos, con el fin de superar sus complejos de inferioridad (a causa de su falta de talento artístico), en cachivaches museísticos y vacas en formol, y osar a decirnos que ELLOS son quienes tienen el derecho y la facultad de definir qué es el arte y qué es la calidad artística.
El conceptualismo, el performance y los cachivaches de feria, jamás han sido una manifestación espontánea o cultural. Es un entramado de la conspiración de los mediocres y ensalzadores del absurdo del siglo XX. Sin el parasitismo y vampirismo de las arcas públicas, el conceptualismo no hubiera pasado jamás de ser una breve moda de excéntricos de los años 60s.
El conceptualismo, como oveja vestida de lobo, enmascaró sus pretensiones totalitarias de buenas intenciones, camuflajó su esencia corrompida juntándose con el verdadero arte, e infiltrándose en los grandes museos. Y como resultado, hoy es difícil encontrar en una “Bienal” internacional la presencia de algún pintor de mínimo talento.
Quienes sabemos lo que cuesta desarrollar un lenguaje plástico, quienes sudamos por dominar el medio y el oficio, no debemos mirar hacia un lado. Debemos protestar, limpiar la mierda que nos venden como arte, desenmascarar a los marchantes, denunciar el fraude, hacernos escuchar.
El arte conceptual es un cáncer de mediocridad infiltrado en las células de nuestra sociedad.
Quien esté tranquilo con su conciencia no tiene nada que temer. Quien esté hasta los huevos u ovarios, entonces que alce su voz con nosotros. Abre un blog, llama a los museos de arte contemporáneo y diles lo malas que son sus “obras”, que jamás volverás a ellos mientras insistan en presentarnos sus mierdas como arte. Pídeles que den espacio a los artistas de talento que saben dibujar, pintar, esculpir, diseñar, grabar. Comunícate con los políticos que te representan y déjales saber que estás harto del fraude que cocinan los “contemporanitos” con dinero público, y exígeles que detengan ese despilfarro en anti-arte de elites. En fin, HAZ ALGO. Que nadie pueda decir que te cruzaste de brazos.
Exprésate. ¡El conceptualismo es un fraude!
Llegó la hora de la quimioterapia.
En su libro “Cultura”, Dietrich Schwanitz dice que la cultura es todo aquello que debemos ver como cultura. ¿Quién lo determina? El sistema. El autor tiene razón hasta cierto punto. Las instituciones culturales consagran artistas, promocionan ciertas manifiestaciones, descartan otras. Tienen el poder de elevar, destruir, o simplemente ignorar. En otras palabras, el sistema nos indica lo que es culturalmente “relevante”.
Creemos que la idea que Schwanitz explica en su libro es un mero resultado del conformismo más febril de la sociedad de consumo en que vivimos. El que consume no debe cuestionar la calidad de lo que compra, sencillamente consumirlo. No debe dudar, sino aceptar. No debe protestar, sino someterse.
Pues bien, ya viene siendo hora que los defensores del arte, el talento, la disciplina y la belleza, tanto de la plástica, como del teatro, música, danza, arquitectura y otras manifestaciones artísticas, nos organicemos y plantemos cara a una de las lacras que el sistema del arte contemporáneo lleva atosigándonos en cuanto museo público hay. Me refiero al arte conceptual y a la mayoría de sus gemaciones: instalaciones, video-art, performances y mierdas enlatadas.
Algunos artistas verdaderos abogan por la tolerancia, por el “vive y deja vivir”, sin darse cuenta que las actitudes tibias han sido precisamente las que han permitido que el cáncer conceptualista robe a las verdaderas artes los espacios que merecen, y que los gobiernos estén otorgando becas y subvenciones a artistas espurios con dinero del pueblo, con fines que nada aportan a la sociedad, sino al refuerzo del status quo y a las elites adineradas que el sistema representa.
El arte conceptual es aire, nada; sin embargo quienes lo promueven llenan sus bolsillos con dinero público, pues ningún ciudadano común en su sano juicio gastaría siquiera un dólar por las aberraciones “no-objetuales” del conceptualismo conceptualoide. El arte conceptual, es una planta de invernadero, diseñada e implantada por críticos, curadores, y literatoides sin talento, deshonestos, con el fin de superar sus complejos de inferioridad (a causa de su falta de talento artístico), en cachivaches museísticos y vacas en formol, y osar a decirnos que ELLOS son quienes tienen el derecho y la facultad de definir qué es el arte y qué es la calidad artística.
El conceptualismo, el performance y los cachivaches de feria, jamás han sido una manifestación espontánea o cultural. Es un entramado de la conspiración de los mediocres y ensalzadores del absurdo del siglo XX. Sin el parasitismo y vampirismo de las arcas públicas, el conceptualismo no hubiera pasado jamás de ser una breve moda de excéntricos de los años 60s.
El conceptualismo, como oveja vestida de lobo, enmascaró sus pretensiones totalitarias de buenas intenciones, camuflajó su esencia corrompida juntándose con el verdadero arte, e infiltrándose en los grandes museos. Y como resultado, hoy es difícil encontrar en una “Bienal” internacional la presencia de algún pintor de mínimo talento.
Quienes sabemos lo que cuesta desarrollar un lenguaje plástico, quienes sudamos por dominar el medio y el oficio, no debemos mirar hacia un lado. Debemos protestar, limpiar la mierda que nos venden como arte, desenmascarar a los marchantes, denunciar el fraude, hacernos escuchar.
El arte conceptual es un cáncer de mediocridad infiltrado en las células de nuestra sociedad.
Quien esté tranquilo con su conciencia no tiene nada que temer. Quien esté hasta los huevos u ovarios, entonces que alce su voz con nosotros. Abre un blog, llama a los museos de arte contemporáneo y diles lo malas que son sus “obras”, que jamás volverás a ellos mientras insistan en presentarnos sus mierdas como arte. Pídeles que den espacio a los artistas de talento que saben dibujar, pintar, esculpir, diseñar, grabar. Comunícate con los políticos que te representan y déjales saber que estás harto del fraude que cocinan los “contemporanitos” con dinero público, y exígeles que detengan ese despilfarro en anti-arte de elites. En fin, HAZ ALGO. Que nadie pueda decir que te cruzaste de brazos.
Exprésate. ¡El conceptualismo es un fraude!
Llegó la hora de la quimioterapia.
domingo, 31 de agosto de 2008
¿Es el artista un lisiado intelectual?
Durante siglos se ha puesto en tela de juicio la capacidad que tienen los artistas para analizar objetivamente sus producciones. Los poetas de la antigua Grecia, los pintores del Renacimiento y lo músicos del Romanticismo, recibieron un trato similar. Se trataba de fenómenos irracionales, de mentes arrobadas por musas o el “espíritu de los tiempos”; incluso un tipo de posesión demoníaca que permitía las más grandes obras, sin embargo definía a quienes las habían realizado como lisiados intelectuales, incapaces de reflexionar sobre su trabajo. El genio artístico: un ser medio cuerdo, medio loco. En última instancia, alguien a quien no tomarse muy en serio en una conversación.
Cuando queremos saber en qué consiste la astrofísica, nadie mejor que un astrofísico para que nos lo explique. Si queremos saber de qué trata una cirugía de corazón abierto, ¿a quién preguntamos si no a un cirujano cardiólogo? Si queremos saber qué es la arquitectura, ¿acaso no deberíamos preguntarle a un arquitecto? Sería absurdo preguntarle a un zapatero qué es la farmacología, así como preguntarle a un farmacólogo qué es un zapato. En fin, que asumimos que las personas mejor capacitadas para definir y explicar una actividad, son precisamente aquellas que la llevan a cabo. Sin embargo, esto no ocurre con las artes visuales. Cuando alguien quiere saber qué es la pintura, o qué significa un cuadro, se vira el cuello hacia los críticos, estetas y teóricos del arte. El pintor, el artista, el que ha parido esa obra y quien mejor la conoce, queda olvidado en una esquina. Mudo. Ni siquiera se le considera capaz de escribir en los catálogos de sus propias exposiciones.
La idea de que el pintor necesita de otros especialistas para que expliquen el valor de su trabajo, se fundamenta en el mito de que el arte es una experiencia irracional. Muchos artistas gustan de que esto sea así, pues de este modo se ahorran el trabajo que implica dar la cara sobre sus producciones. Prefieren que sea el crítico o el literato quien hable sobre éstas. La verdad es que la crítica y la teoría del arte a veces enriquecen nuestra apreciación sobre los objetos culturales. Pero el error consiste en asumir que los artistas no somos capaces de llevar a cabo reflexiones similares o investigaciones teóricas sobre nuestro propio trabajo. Existen elementos dentro de las actividades artísticas, que sólo pueden ser comprendidas desde la praxis. Un teórico del arte que jamás haya tocado un pincel, jamás podrá comprender y explicar la pintura en el mismo plano que un pintor bien capacitado para comunicar esas realidades.
En el sistema norteamericano una de las pruebas más grandes del menosprecio y discriminación contra los artistas se encuentra en el hecho de que muy pocas universidades ofrecen un grado de Doctor en Bellas Artes. Existen doctorados para música, literatura, poesía, drama. Sin embargo, hay que escarbar para encontrar programas doctorales en pintura, escultura, grabado, etc.
¿Por qué?
¿Acaso los artistas no están preparados para llevar a cabo una investigación del nivel doctoral? ¿Quién pone en entredicho nuestra capacidad? ¿Por qué conformarnos con que una Maestría sea el grado académico máximo al que aspirar? ¿Por qué no exigimos que nuestras universidades consideren las bellas artes en el mismo nivel que el resto de profesiones?
Afortunadamente en Europa y Australia hace años que se ofrecen programas doctorales en bellas artes. En EEUU, debido a la saturación de artistas con Maestría, las universidades comienzan a verse obligadas a subir sus estándares y a basar la selección de profesores tomando el doctorado como el máximo grado académico.
La implementación del doctorado en bellas artes es un derecho y una necesidad que aunque en primera instancia desestabiliza el status quo, obligando a muchos profesores a volver a estudiar, sólo puede resultar en el beneficio de los estudiantes. Ser doctor en bellas artes es una manera de exigir equidad y trato igual, de demitificar la noción del artista genio incapaz de teorizar, y de retomar el rol de valorar y definir nuestro trabajo como se esperaría de cualquier profesional de otras ramas.
Cuando queremos saber en qué consiste la astrofísica, nadie mejor que un astrofísico para que nos lo explique. Si queremos saber de qué trata una cirugía de corazón abierto, ¿a quién preguntamos si no a un cirujano cardiólogo? Si queremos saber qué es la arquitectura, ¿acaso no deberíamos preguntarle a un arquitecto? Sería absurdo preguntarle a un zapatero qué es la farmacología, así como preguntarle a un farmacólogo qué es un zapato. En fin, que asumimos que las personas mejor capacitadas para definir y explicar una actividad, son precisamente aquellas que la llevan a cabo. Sin embargo, esto no ocurre con las artes visuales. Cuando alguien quiere saber qué es la pintura, o qué significa un cuadro, se vira el cuello hacia los críticos, estetas y teóricos del arte. El pintor, el artista, el que ha parido esa obra y quien mejor la conoce, queda olvidado en una esquina. Mudo. Ni siquiera se le considera capaz de escribir en los catálogos de sus propias exposiciones.
La idea de que el pintor necesita de otros especialistas para que expliquen el valor de su trabajo, se fundamenta en el mito de que el arte es una experiencia irracional. Muchos artistas gustan de que esto sea así, pues de este modo se ahorran el trabajo que implica dar la cara sobre sus producciones. Prefieren que sea el crítico o el literato quien hable sobre éstas. La verdad es que la crítica y la teoría del arte a veces enriquecen nuestra apreciación sobre los objetos culturales. Pero el error consiste en asumir que los artistas no somos capaces de llevar a cabo reflexiones similares o investigaciones teóricas sobre nuestro propio trabajo. Existen elementos dentro de las actividades artísticas, que sólo pueden ser comprendidas desde la praxis. Un teórico del arte que jamás haya tocado un pincel, jamás podrá comprender y explicar la pintura en el mismo plano que un pintor bien capacitado para comunicar esas realidades.
En el sistema norteamericano una de las pruebas más grandes del menosprecio y discriminación contra los artistas se encuentra en el hecho de que muy pocas universidades ofrecen un grado de Doctor en Bellas Artes. Existen doctorados para música, literatura, poesía, drama. Sin embargo, hay que escarbar para encontrar programas doctorales en pintura, escultura, grabado, etc.
¿Por qué?
¿Acaso los artistas no están preparados para llevar a cabo una investigación del nivel doctoral? ¿Quién pone en entredicho nuestra capacidad? ¿Por qué conformarnos con que una Maestría sea el grado académico máximo al que aspirar? ¿Por qué no exigimos que nuestras universidades consideren las bellas artes en el mismo nivel que el resto de profesiones?
Afortunadamente en Europa y Australia hace años que se ofrecen programas doctorales en bellas artes. En EEUU, debido a la saturación de artistas con Maestría, las universidades comienzan a verse obligadas a subir sus estándares y a basar la selección de profesores tomando el doctorado como el máximo grado académico.
La implementación del doctorado en bellas artes es un derecho y una necesidad que aunque en primera instancia desestabiliza el status quo, obligando a muchos profesores a volver a estudiar, sólo puede resultar en el beneficio de los estudiantes. Ser doctor en bellas artes es una manera de exigir equidad y trato igual, de demitificar la noción del artista genio incapaz de teorizar, y de retomar el rol de valorar y definir nuestro trabajo como se esperaría de cualquier profesional de otras ramas.
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