domingo, 31 de agosto de 2008

¿Es el artista un lisiado intelectual?

Durante siglos se ha puesto en tela de juicio la capacidad que tienen los artistas para analizar objetivamente sus producciones. Los poetas de la antigua Grecia, los pintores del Renacimiento y lo músicos del Romanticismo, recibieron un trato similar. Se trataba de fenómenos irracionales, de mentes arrobadas por musas o el “espíritu de los tiempos”; incluso un tipo de posesión demoníaca que permitía las más grandes obras, sin embargo definía a quienes las habían realizado como lisiados intelectuales, incapaces de reflexionar sobre su trabajo. El genio artístico: un ser medio cuerdo, medio loco. En última instancia, alguien a quien no tomarse muy en serio en una conversación.

Cuando queremos saber en qué consiste la astrofísica, nadie mejor que un astrofísico para que nos lo explique. Si queremos saber de qué trata una cirugía de corazón abierto, ¿a quién preguntamos si no a un cirujano cardiólogo? Si queremos saber qué es la arquitectura, ¿acaso no deberíamos preguntarle a un arquitecto? Sería absurdo preguntarle a un zapatero qué es la farmacología, así como preguntarle a un farmacólogo qué es un zapato. En fin, que asumimos que las personas mejor capacitadas para definir y explicar una actividad, son precisamente aquellas que la llevan a cabo. Sin embargo, esto no ocurre con las artes visuales. Cuando alguien quiere saber qué es la pintura, o qué significa un cuadro, se vira el cuello hacia los críticos, estetas y teóricos del arte. El pintor, el artista, el que ha parido esa obra y quien mejor la conoce, queda olvidado en una esquina. Mudo. Ni siquiera se le considera capaz de escribir en los catálogos de sus propias exposiciones.

La idea de que el pintor necesita de otros especialistas para que expliquen el valor de su trabajo, se fundamenta en el mito de que el arte es una experiencia irracional. Muchos artistas gustan de que esto sea así, pues de este modo se ahorran el trabajo que implica dar la cara sobre sus producciones. Prefieren que sea el crítico o el literato quien hable sobre éstas. La verdad es que la crítica y la teoría del arte a veces enriquecen nuestra apreciación sobre los objetos culturales. Pero el error consiste en asumir que los artistas no somos capaces de llevar a cabo reflexiones similares o investigaciones teóricas sobre nuestro propio trabajo. Existen elementos dentro de las actividades artísticas, que sólo pueden ser comprendidas desde la praxis. Un teórico del arte que jamás haya tocado un pincel, jamás podrá comprender y explicar la pintura en el mismo plano que un pintor bien capacitado para comunicar esas realidades.

En el sistema norteamericano una de las pruebas más grandes del menosprecio y discriminación contra los artistas se encuentra en el hecho de que muy pocas universidades ofrecen un grado de Doctor en Bellas Artes. Existen doctorados para música, literatura, poesía, drama. Sin embargo, hay que escarbar para encontrar programas doctorales en pintura, escultura, grabado, etc.

¿Por qué?

¿Acaso los artistas no están preparados para llevar a cabo una investigación del nivel doctoral? ¿Quién pone en entredicho nuestra capacidad? ¿Por qué conformarnos con que una Maestría sea el grado académico máximo al que aspirar? ¿Por qué no exigimos que nuestras universidades consideren las bellas artes en el mismo nivel que el resto de profesiones?

Afortunadamente en Europa y Australia hace años que se ofrecen programas doctorales en bellas artes. En EEUU, debido a la saturación de artistas con Maestría, las universidades comienzan a verse obligadas a subir sus estándares y a basar la selección de profesores tomando el doctorado como el máximo grado académico.

La implementación del doctorado en bellas artes es un derecho y una necesidad que aunque en primera instancia desestabiliza el status quo, obligando a muchos profesores a volver a estudiar, sólo puede resultar en el beneficio de los estudiantes. Ser doctor en bellas artes es una manera de exigir equidad y trato igual, de demitificar la noción del artista genio incapaz de teorizar, y de retomar el rol de valorar y definir nuestro trabajo como se esperaría de cualquier profesional de otras ramas.